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Cada mañana el tren parte hacia la ciudad a las ocho en punto, haciendo retumbar las columnas de la estación. Habiendo salido de los túneles principales, el metro se encuentra expuesto ante la inmensidad del campo que separa a la metrópolis de los poblados adyacentes. La dorada luz del amanecer destella en el Este y se va opacando conforme se acerca a la difusa mancha de rascacielos y smog.

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Los grupos de gente que se movilizan hacia la ciudad no son tan numerosos como los que se mueven dentro de ella. La vida fuera de la urbe es más amena, destinada para aquellos que pueden costearse el precio de la serenidad o para quienes la ciudad es un lugar inhabitable; como yo. La infinidad de ondas y señales que circulan libremente a través del grisáceo aire citadino interfieren con mi cabeza y me hacen imposible pensar claramente. Me vi condenada al exilio; no obstante, puedo visitar por breves periodos de tiempo.

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